martes, 23 de agosto de 2011

Psicoanálisis del fuego

Fuego y respeto.

1

El fuego y el calor suministran medios de explicación en los campos más variados porque ambos son para nosotros fuentes de recuerdos imperecederos, de experiencias personales simples y decisivas. El fuego es un fenómeno privilegiado que puede explicarlo todo. Si todo aquello que cambia lentamente se explica por la vida, lo que cambia velozmente se explica por el fuego. El fuego es lo ultra vivo. El fuego es íntimo y universal. Vive en nuestro corazón. Vive en el cielo. Sube desde las profundidades de la substancia y se ofrece como un amor. Desciende en la materia y se oculta, latente, contenido como el odio y la venganza. Entre todos los fenómenos, verdaderamente es el único que puede recibir netamente dos valoraciones motearías: el bien y el mal. Brilla en el paraíso. Abrasa en el infierno. Dulzor y tortura. Cocina y Apocalipsis. El fuego es placer para el niño sentado prudentemente cerca del hogar; y, sin embargo, castiga toda desobediencia cuando se quiere jugar demasiado cerca con sus llamas. El fuego es bienestar y respeto. Es un dios tutelar y terrible, bondadoso y malvado. Puede contradecirse: por ello es uno de los principios de explicación universal.

Sin esta valoración primera no se comprendería esa tolerancia de juicio que acepta las contradicciones más flagrantes, ni ese entusiasmo que acumula, sin pruebas de ningún tipo, los epítetos más elogiosos. Por ejemplo, ¡qué ternura y disparate en esta página de un médico escritor de finales del siglo XVIII!: “yo por fuego entiendo, no un calor violento, tumultuoso, irritante y contra natura, que quema los humores y los alimentos en lugar de cocerlos, sino el fuego suave, moderado balsámico, que, acompañado de una cierta humedad, afín a la sangre, penetra los humores heterogéneos del mismo modo que los jugos destinados a la nutrición, dividiéndoles, atenuándolos, puliendo la rudeza y el apresto de sus partes y conduciéndolas, en fin, a tal grado de suavidad y finura, que ellos se encuentran proporcionados a nuestra naturaleza”. En esta página no hay un solo argumento, un solo epíteto, que puedan recibir sentido objetivo. Y, no obstante, ¡de qué modo nos convence! Creo que ella engloba la fuerza de persuasión del médico y la fuerza insinuante del remedio. El fuego es el medicamento más insinuante y, al pronunciarlo, es cuando el médico resulta ser más persuasivo. En todo caso, yo no puedo releer esta página –explique quien pueda esta relación invencible- sin acordarme del buen y solemne doctor, con su reloj de oro, que llegaba hasta mi cabecera infantil y con su palabra culta tranquilizaba a mi madre inquieta. Era una mañana de invierno en nuestra pobre casa. El fuego brillaba en la chimenea. Me daban jarabe de Tolú. Yo lamía la cuchara. ¡Dónde han ido a parar esos tiempos del sabor balsámico y de los remedios de cálidos aromas!

2

Cuando yo estaba enfermo, mi padre encendía el fuego en mi habitación. Él tenía mucho cuidado en que los leños quedasen derecho sobre los pedazos de madera más pequeños y al deslizar un puñado de virutas entre los morillos. Fracasar al encender el fuego hubiese sido una insigne estupidez. Yo no imaginaba que mi padre pudiese tener igual en esta función, que jamás delegó a nadie. De hecho, yo no creo haber encendido un fuego antes de los 18 años. Solamente cuando viví en la soledad fui el soberano de mi chimenea. Pero el arte de atizar, que había aprendido de mi padre, ha permanecido en mí como una vanidad. Preferiría, creo, fracasar en una lección de filosofía que en mi fuego de la mañana. También, con viva simpatía leo en un autor estimado, muy ocupado en sabias búsquedas, esta página que es para mí una página casi de recuerdos personales: “me he divertido frecuentemente con esta fórmula cuando iba a casa de los otros, o cuando alguien venía a mi casa: el fuego se apagaba; era preciso atizar inútilmente, sabiamente, largamente a través de un humo espeso. Se recurría por último, a la leña menuda, al carbón, que nunca llegaba lo bastante pronto: después de haber sido agitados numerosas veces los leños ennegrecidos, yo lograba apoderarme de las tenazas, cosa que suponía paciencia, audacia y buen humor. Incluso obtenía aplazamientos a favor del sortilegio, como esos empíricos a los que la facultad entrega un enfermo desesperado; entonces, me limitaba a poner frente a frente algunos tizones, casi siempre sin que pudiera notarse que yo hubiese tocado nada. Descansaba sin haber trabajado; se me miraba como para sugerirme actuar y, sin embargo, la llama venía y se apoderaba del leño; entonces se me acusaba de haber arrojado alguna sustancia, y se reconocía, por último, siguiendo la costumbre, que yo había aprovechado las corrientes: no llegaba a estudiarse la plenitud de calores, lo emanante, lo radiante de las pirosferas, de las velocidades traslativas, de las series caloríficas”. Y Ducarla continúa desplegando conjuntamente sus talentos familiares y sus ambiciosos conocimientos teóricos donde la propagación del fuego es descrita como una progresión geométrica según “series caloríficas”. A despecho de esta matemática mal traída, el principio fundamental del pensamiento “objetivo” de Ducarla está bien claro y su psicoanálisis es inmediato: pongamos brasa contra brasa y la llama alegrará nuestro hogar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario