Whitman, poeta de América
Walt Whitman es el único gran poeta moderno que no
parece experimentar inconformidad frente a su mundo. Y ni siquiera soledad; su
monólogo es un inmenso coro. Sin duda hay, por lo menos, dos personas en él: el
poeta público y la persona privada, que oculta sus verdaderas inclinaciones
eróticas. Pero su máscara –el poeta de la democracia- es algo más que una
máscara: es su verdadero rostro. A pesar de ciertas interpretaciones recientes,
en él coinciden plenamente el sueño poético y el histórico. No hay ruptura
entre sus creencias y la realidad social. Y este hecho es superior –quiero
decir, más ancho y significativo- a toda circunstancia psicológica. Ahora bien,
la singularidad de la poesía de Whitman en el mundo moderno no puede explicarse
sino en función de otra, aún mayor, que la engloba: la de América.
En un libro,1 que es un modelo en su género, Edmundo
O’Gorman ha demostrado que nuestro continente nunca fue descubierto. En efecto,
no es posible descubrir algo inexistente y América, antes de su llamado
“descubrimiento”, no existía. Más que el descubrimiento de América, habría que
hablar de su invención. Si América es una creación del espíritu europeo,
empieza a perfilarse entre la niebla del mar siglos antes de Colón. Y lo que
descubren los europeos cuando tocan estas tierras es su propio sueño histórico.
Reyes ha dedicado páginas admirables a este tema: América es una súbita
encarnación de una utopía europea. El sueño se hace realidad, presente; América
es un presente: un regalo, un don de la historia. Pero es un presente abierto,
un ahora que está teñido de mañana. La presencia y el presente de América son
un futuro; nuestro continente es la tierra, por naturaleza propia, que no
existe por sí, sino como algo que se crea y se inventa. Su ser, su realidad o
substancia, consiste en ser siempre futuro, historia que no se justifica en lo
pasado, sino en lo venidero. América no fue; y es solo si es utopía, historia
en marcha hacia una edad de oro.
Quizá esto no sea del todo exacto si se piensa en el
periodo colonial de la América española y portuguesa. Pero es revelador que
apenas los criollos americanos adquieren conciencia de sí mismos y se oponen a
los españoles, redescubren el carácter utópico de América y hacen suyas la utopías francesas. Todos ellos ven en la
revolución de Independencia un retorno a los principios originales, un volver a
lo que realmente es América. La Revolución de Independencia es una
rectificación de la historia americana y, por tanto, es el restablecimiento de
la realidad original. El carácter excepcional y verdaderamente paradójico de
esta restauración aparece claro si de advierte que consiste en una restauración
del futuro. Por gracias de los principios revolucionarios franceses. América
vuelve a ser lo que fue al nacer: no un pasado sino un futuro, un sueño. El
sueño de Europa, el lugar de elección, espacial y temporal, de todo aquello que
la realidad europea no podía ser sino negándose a sí misma y a su pasado.
América es el sueño de Europa, libre ya de historia europea, libre del peso de
la tradición. Una vez resuelto el problema de la Independencia, la naturaleza
abstracta y utópica de la América liberal vuelve a revelarse en episodios como
la Intervención francesa en México. Ni Juárez ni sus soldados pensaron nunca
–según señala Cosio Villegas- que
luchaban contra Francia, sino contra una usurpación francesa. La verdadera
Francia era ideal y universal, más que una nación, era una idea, una filosofía.
Cuesta dice, con cierta razón, que la guerra contra los franceses debe verse como una “guerra civil”. Fue
necesaria la Revolución de México para que el país despertase de este sueño
filosófico –que, por otra parte, encubría una realidad histórica apenas tocada
por la Independencia, la Reforma y la Dictadura- y se encontrase a sí mismo, no
ya como un futuro abstracto sino como un origen en el que había que buscar los
tres tiempos: nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. El acento
histórico cambió de tiempo y en esto consiste la verdadera significación
espiritual de la Revolución Mexicana.
El carácter utópico de América es aún más neto en la
porción sajona del continente. Ahí no existen complejas culturas indígenas, ni
el catolicismo levantó sus vastas construcciones intemporales: América era –si
algo era- geografía, espacio puro, abierto a la acción humana. Carente de
substancia histórica- clases antiguas, viejas instituciones, creencia y leyes
heredadas- la sociedad no presentaba más obstáculos que los naturales. Los
hombres no luchaban contra la historia, sino contra la naturaleza. Y ahí donde
se presentaba un obstáculo histórico –por ejemplo: las sociedades indígenas- se
le borraba de la historia y, reducido a mero hecho natural, se actuaba en
consecuencia. La actitud norteamericana puede condensarse a sí: todo aquello
que no participa de la naturaleza utópica de América no pertenece propiamente a
la historia; es un hecho natural y, por tanto, no existe; o sólo existe como
obstáculo inerte, no como conciencia ajena. El mal está fuera: forma parte del
mundo natural- como los indios, los ríos, las montañas y otro obstáculos que
hay que domesticar o destruir- o es una realidad intrusa (el pasado inglés, el
catolicismo español, la monarquía, etc.) La Revolución de Independencia de los
Estados Unidos, es la expulsión de los elementos intrusos, ajenos a la esencia
americana. Si la de América es ser constante invención de sí misma, todo lo que
de alguna manera se muestre irreductible o inasimilable no es americano. En
otras partes el futuro es atributo del hombre: por ser hombres , tenemos
futuro; en la América sajona del siglo pasado, el proceso se invierte y el
futuro determina al hombre: somos hombres porque somos futuro. Y todo aquel que
no tiene futuro no es hombre. Así, la realidad no ofrece resquicio alguno para
que aparezcan la contradicción, la ambigüedad, o el conflicto.
Whitman puede cantar con toda confianza e inocencia la
democracia en marcha porque la utopía americana se confunde y es indistinguible
de la realidad americana. La poesía de Whitman es un gran sueño profético, pero
es un sueño dentro de otro sueño, una profecía dentro de otra aún más vasta y
que la alimenta. América se sueña en la poesía de Whitman porque ella misma es
un sueño. Y se sueña como realidad concreta, casi física, con sus hombres, sus
ríos, sus ciudades y sus montañas. Toda esa enorme masa de realidad se mueve
con ligereza, como si no pensara; y, en verdad, carece de peso histórico: es el
futuro que está encarnado. La realidad que canta Whitman es utópica. Y con esto
no quiero decir que sea irreal o que sólo exista como idea, sino que su
esencia, aquella que la mueve, justifica y da sentido a su marcha, gravedad a
sus movimientos, es el futuro. Sueño dentro de un sueño, la poesía de Whitman
es realista sólo por esto: su sueño es el sueño de la realidad misma, que no
tiene otra substancia que la de inventarse y soñarse. “Cuando soñamos que
soñamos –dice Novalis-, está próximo el despertar.” Whitman nunca tuvo
conciencia de que soñaba y que siempre se creyó un poeta realista. Y lo fue,
pero solo en cuanto la realidad que cantó no era algo dado, sino un substancia
atravesada de parte a parte por el futuro. América se sueña en Whitman porque
ella misma era un sueño, creación pura. Antes y después de Whitman hemos tenido
otros sueños poéticos. Todos ellos –llámese el soñador Poe o Darío, Melville o
Dickinson- son más bien tentativas por escapar de la pesadilla americana.
(1)
La idea del
descubrimiento de América, México, 1951.
Texto tomado del Arco y la Lira