Fuego y respeto.
El fuego y el calor suministran medios de explicación en los campos más variados porque ambos son para nosotros fuentes de recuerdos imperecederos, de experiencias personales simples y decisivas. El fuego es un fenómeno privilegiado que puede explicarlo todo. Si todo aquello que cambia lentamente se explica por la vida, lo que cambia velozmente se explica por el fuego. El fuego es lo ultra vivo. El fuego es íntimo y universal. Vive en nuestro corazón. Vive en el cielo. Sube desde las profundidades de la substancia y se ofrece como un amor. Desciende en la materia y se oculta, latente, contenido como el odio y la venganza. Entre todos los fenómenos, verdaderamente es el único que puede recibir netamente dos valoraciones motearías: el bien y el mal. Brilla en el paraíso. Abrasa en el infierno. Dulzor y tortura. Cocina y Apocalipsis. El fuego es placer para el niño sentado prudentemente cerca del hogar; y, sin embargo, castiga toda desobediencia cuando se quiere jugar demasiado cerca con sus llamas. El fuego es bienestar y respeto. Es un dios tutelar y terrible, bondadoso y malvado. Puede contradecirse: por ello es uno de los principios de explicación universal.
Sin esta valoración primera no se comprendería esa tolerancia de juicio que acepta las contradicciones más flagrantes, ni ese entusiasmo que acumula, sin pruebas de ningún tipo, los epítetos más elogiosos. Por ejemplo, ¡qué ternura y disparate en esta página de un médico escritor de finales del siglo XVIII!: “yo por fuego entiendo, no un calor violento, tumultuoso, irritante y contra natura, que quema los humores y los alimentos en lugar de cocerlos, sino el fuego suave, moderado balsámico, que, acompañado de una cierta
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